El peso del estigma en salud mental

Hablar de salud mental sigue siendo un tabú cargado de prejuicios. Una persona que menciona un diagnóstico como “bipolaridad” suele recibir respuestas automáticas: “cuídate”, “ten cuidado”, “eso es peligroso”. Quien lo dice quizá piense que aconseja, pero en realidad reproduce un estigma que marca al individuo como incapaz, frágil o incluso peligroso.

El estigma en salud mental es distinto de otros. Cuando se critica a una institución, como la policía o los psiquiatras, el efecto se diluye en un colectivo amplio y con poder para defenderse. El prejuicio recae en una estructura social, no en una persona concreta. En cambio, cuando el estigma se dirige a alguien por su diagnóstico, la carga es personal, íntima y dolorosa. No golpea a un sistema, golpea a un ser humano.

Las consecuencias son graves: aislamiento, autocensura y desconfianza hacia los demás. Quien vive con un diagnóstico no solo afronta sus propios retos vitales, también soporta la mirada distorsionada de quienes lo reducen a una etiqueta. Esto es doble injusticia: el sufrimiento personal y el juicio social.

A ello se suma otra realidad: el silencio de las voces que más importan. En los medios y en Internet abundan los discursos científicos sobre la serotonina, la genética o los fármacos. Hablan psiquiatras, hablan expertos, hablan instituciones. Pero rara vez se escucha a una persona diagnosticada contando en primera persona lo que vive. Este vacío refuerza la idea de que los pacientes deben permanecer callados, bajo control, como si no fueran capaces de narrar su propia experiencia.

Entre quienes compartimos diagnósticos, sabemos que el denominador común muchas veces no es la enfermedad en sí, sino la medicación que nos incapacita y nos hace sufrir. La experiencia es compartida, pero apenas se reconoce públicamente. El resultado es un doble muro: el del estigma social y el del silencio impuesto.

Superar esta situación requiere un cambio cultural. No basta con repetir que “hay que cuidar la salud mental” mientras se margina la voz de quienes la viven en primera persona. La clave está en abrir espacios donde los pacientes hablen sin filtros, donde se reconozca la diversidad de trayectorias y donde no se reduzca a nadie a una etiqueta.

El respeto comienza por algo simple: escuchar sin prejuzgar. Tratar a cada persona como individuo, no como diagnóstico. Solo así se rompe el círculo del estigma y se devuelve a cada quien lo que nunca debería perder: su dignidad.


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